Lilac wine. / Vino y lilas.

The thought now flashes, pouring density into me, a tenderness so slow. An abyss of seashell, chocolate curls: I dive into them like a swimmer. Oblivion swings between us like an infant in a cradle, gently rocked by our opposite hands and arms. You swiftly push it; so do I. So gentle is its rocking: the child snores and stutters in its sleep. I, (a swimmer), navigate the tiny waves of his dozing. Your curls are the waves of the sea. The child opens a tender little eye, the honey cradle stands still. There is a thick white curtain between us (between now and before – autumn and spring), and I play with its soft fabric, creating shadows and shapes. 

Her index finger twitches cleanly in the electric touch. I remember the laughter, a yellow, metallic scent; the gaze dissolving into patient naturalness. A ball of heat expands and contracts in my belly, and I feel the lava oozing through every metre of my small intestine. The magma moves slow, and slow is your hand that wanders, wiggling amused, down my leg. Like a black pearl your breath slips down my throat, swift and impossibly slow: the pearl stands on the liquid surface of the magma, clean – unsinkable, protected against the fire. 

Your touch is velvet, waking me from a long sleep of strangeness. The surface of your middle finger moves slowly and playfully, like little girls we used to play the game of tenderness. I would pass you the ball, laughing, and when you returned it to me, your shot wouldn’t miss. You moved stealthily through the anteroom of an incalculably distant steppe, and I returned the hard calm of your indigo gaze. Our dance was that of wild beasts politely sipping tea. Sleepy, the beasts drowsed in our insides, stirring at the slightest touch. It was your hand on my leg, my lip on your earlobe, a verse/a poem. The beast would wake up for a moment, sluggish, and our words would be the colour of the purple and honeyed pulp of the ripe blackberry. 

In the tides of thought that invade me, there are stubborn waves that carry the bottles of your messages. The oysters of memory are a frugal sustenance: for the oyster is a gentle memory of your mouth. Movement in constant/flowing change, bare feet and heels down Brick Lane. Oozy texture, beer, and dark chocolate. The laughter that comes after the failed attempt, the feet moving to the slow frenzy of an accordion and a saxophone. The slowness of a touch. The slow musical rhythm of a voice and a daydream. Your hand is thrown to my shoulder/my hand to your white skin of mounted cream, and there’s a long kiss playing on a gramophone in the background. A long kiss (a kiss so long) that fills the room with the scent of fresh violets.

There is within me a stream of fluctuating colours. I look at it; sometimes within it there is you. First, I see a pinkish, lilac wine, pastel-white haze; and in my looking, I find the violet blackberry pulp, remnant of our dialogue. Swift, bubbly alcoholic dizziness in all the shades of the purple; floating language talk, white roses and pink strokes hanging from the greenhouse ceiling. I didn’t always feel beautiful: you would still see beauty in me. How to describe the experience of beauty? We were no longer beautiful according to the canons of men. We jumped gracefully with our braids, skipping rope, and with our coloured pencils we blurred the borders. We were masters of the whole range of the rainbow: primary and fiery were our colours. I have each pigment at the edge of my eye, I dye with that indigo each new image. The indigo of the strong and the tender, of that which moves as slowly as magma. I had never felt beautiful. I had felt the cruel laughter of consumption, but never Beauty. I felt, in those months, like a slow climb up white marble stairs, each day a new range of beauty. The June sun reflected in the fragmented diamonds of the Thames, and you told me it was beautiful. The gramophonic kiss played loudly in the background: it came to the surface, becoming, for a fleeting moment, an object in reality.

Your hand rests on my leg, we are still in the cafe, sitting. I draw your portrait in exchange for a coffee. There are a couple of mouthfuls of dark chocolate left, and our white pearl-like molars are impregnated with its dark aroma. We work on books and essays, the lilac sensation of a meeting in language floats between us. When the encounter is broken, the beasts leap out, tamed and terrible. That’s what I like most about you. Your hand is still on my leg; my arm rests on your shoulder. What funny sounds of kisses on the gramophone! They sound like giggles jumping from lips and long, white, friendly necks. My lips rest on your neck, your white skin infused in black chocolate. We are blessed by an eclectic man on a bicycle. Love wins!, he says. Love does win. The gramophone keeps playing in the background, with the sound of a deep kiss and a laughter. If I listen carefully, I hear it, still. I wonder if you hear it too.

Me llena de lenta ternura el pensamiento. Es su rizo de caracola y chocolate un abismo: como una nadadora, en él me sumerjo. El olvido se mece entre nosotras como un niño en la cuna, y con suavidad le damos toques, una de un lado, la otra, del otro. Es tan suave su balanceo: el niño ronca y tartamudea en sueños. Yo, nadadora, braceo entre las diminutas olas de su dormitar. Son sus rizos las olas del mar. Abre el niño un tierno ojito, se para la cuna de miel. Entre nosotras hay una espesa cortina blanca, no puedo seguir el movimiento de sus ojos. Encandilada, me pregunto si hoy me mirará.

Su dedo índice se mueve se recrea limpio en el eléctrico contacto. Recuerdo su risa de metal y amarillo; se resuelve la mirada en una paciente naturalidad. Una bola de calor se expande como en mis entrañas, y siento la lava dormitar en cada metro de mi intestino delgado. El magma se mueve lento, y lenta es tu mano que pasea, contoneándose divertida, por mi pierna. Como una perla negra se cuela tu aliento por mi garganta, raudo e imposiblemente lento: la perla se queda de pie en la superficie líquida del magma, limpia – insumergible, protegida contra el fuego. 

Es de terciopelo tu contacto, me despierta de un largo sueño de extrañeza. La superficie de tu dedo corazón se mueve lenta y juguetona, como niñas jugábamos al juego de la ternura. Yo te pasaba la pelota, entre risas, y al devolvérmela tu tiro no fallaba. Era certero como la certera mirada de una loba, te movías sigilosa por la antesala de una estepa incalculablemente lejana, y yo devolvía la dura calma de tu mirada añil. Era nuestro baile el de las bestias salvajes que toman educadamente el té. Adormiladas, se debatían en nuestro interior las bestias, revolviéndose ante cualquier ínfimo contacto. Era tu mano en mi pierna, mi labio en el lóbulo de tu oreja, un verso/una poesía. Se despertaba por un momento, remolona, la bestia, y era nuestro conversar del color de la purpúrea y melosa pulpa de la mora madura. 

En lo ondulado de mi pensamiento hay testarudas olas que acarrean las botellas de tus mensajes. Son las ostras del recuerdo un frugal sustento, recrea, la ostra, nuestro beso. Nos movíamos en constante danza de pasos nuevos, pies descalzos y tacones por Brick Lane. Torreosa textura, cerveza y chocolate oscuro. La risa tras el intento fallido, los pies que se mueven al compás del lento frenesí de un acordeón y un saxo. La lentitud de un contacto. La lenta cadencia musical de una voz y un sueño diurno. Se lanza tu mano a mi hombro mi mano a tu blanca piel de crema montada y hay un largo beso que suena en un gramófono de fondo. Un beso largo un largo beso que llena del olor de frescas violetas la habitación.

Encuentro en mi interior un arroyo de colores fluctuantes. Como una nebulosa rosácea, lila y de un blanco pastelero veo el potente violeta de la pulpa de la mora que creamos con constante el diálogo. Flotaban las ideas del lenguaje como rosas blancas y trazos rosas del techo de aquel invernadero, y yo no me sentía siempre bella, pero tú siempre en mí veías belleza. ¿Cómo calificar la experiencia de la belleza? No éramos ya, bellas, según los cánones de los hombres. Saltamos gráciles con nuestras trenzas y nuestras combas, con nuestros lápices de colores desdibujamos las fronteras. Éramos dueñas de la gama entera del arcoíris: primarios y ardientes son nuestros colores. Tengo cada pigmento en el borde de mi ojo, tiño con ese añil cada imagen nueva. Ese añil de lo fuerte y de lo tierno, de aquello que se mueve lento como el magma. Nunca me había sentido bella. Había sentido la risa cruel del consumo, pero nunca la Belleza. Sentí, en aquellos meses, como un ascenso por escaleras de mármol blanco, cada día una nueva gama de lo bello. Se reflejaba un sol de junio en la fragmentada diamantez del Támesis, y me dijiste que era bella. Sonaba fuerte de fondo un beso en el gramófono. Vino a la superficie el beso; cambió de plano. De repente estaba cerca nuestro beso, y lo podíamos tocar. 

Se posa tu mano sobre mi pierna, seguimos, allí, sentadas. Quedan un par de bocados de chocolate negro, y nuestras blancas muelas como perlas están impregnadas de su oscuro aroma. Trabajamos en libros y ensayos, flota entre nosotras la liliácea sensación de un encuentro en el lenguaje. Cuando el encuentro se rompe saltan, domadas y terribles, las bestias. Eso es lo que más me gusta de ti. Tu mano sigue en mi pierna; mi brazo reposa sobre tu hombro. Que divertidos sonidos de besos en el gramófono; como risitas que saltan de labios y largos, blancos cuellos amigos. Se posan mis labios sobre tu cuello, se impregna tu blanca piel de negro chocolate. Nos bendice un ecléctico hombre en bicicleta, ¡love wins!, dice. Love does win. El gramófono no deja de sonar de fondo, con el sonido del hondo beso y la risa. Si escucho atentamente, lo oigo, aún. Me pregunto si lo oyes tú.

Sofía Danailov Esteban

25/10/2023

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